lunes, 10 de septiembre de 2007

De cómo ser romántica ya no resulta tan romántico (Con jugo de naranja)


Los lunes de luna me despierto con nuevos bríos. O quizá sea que son los bríos de siempre pero durante la madrugada tuvieron para bien pulirse y amanecer hechos una monada. Después de todo, el primer día de la semana, por lo menos para mí, no son aquellos domingos rundidores y nauseabundos de los que ya me he cansado de hablar.

Entonces abro La Jornada y ahora sí que me despierto: 22 muertos por un accidente de tráiler en Coahuila (Lolita Ayala dijo 29), segunda vuelta de comicios en Guatemala (a mi Menchú la dejaron en sexto lugar, qué mal pex, le pasó lo que al doctor Simi...), se sacrifican en el presupuesto el desarrollo social y la educación (¿Y cuándo no? me pregunto con sadismo). Total que entre que el chapele (chaparro-pelón-de-lentes) está en India, el Pavarotti yace en su cajotototota y se amplía el uso de la tarjeta para adultos mayores, mi corazón empieza un tumtum tumtum tumtum... y luego nada...

Hace mucho tiempo que me convencí que el romanticismo lo dejaba en las buenas y nobles manos del Arcipestre. Quiero decir, lo mío lo mío es pajarear de un lado para el otro pero sin los espolones más bien ojetes que da el sentirse en conocido estado catatónico de enamoramiento sublunar (me choca cuando mis palabras se leen rimbombantes y no digo nada concreto).

(A un lado de la pantalla, Fito Páez me perturba con Un vestido y un amor: "Te vi, saliste entre la gente a saludar...")

Entonces, pues listo. Involucrarnos sin perder el sentido de la orientación, es decir, finjamos que nos queremos para hacer como que la vida es menos apestosa. Juguemos pues a que estamos acompañados solamente por el gusto de sabernos. Si a fin de cuentas, tiene mucho que el miedo ajeno me pudrió un sueño.

(Y entonces repapalotea en mi mente la rolototota del buen Silvio: "Dicen que se empina y que no alcanza, que sólo ha llegado hasta el dolor; dicen que ha perdido la buena esperanza y se refugia en la piedad de la ilusión...". Después de todo, Silvio es un hombre sabio).

Tomo un café como para despertarme. Ya es justo, si son las ocho de la noche. Aquí en la oficina, mi jefe con mirada sospechosa me nota teclear con gracia y singular alegría. Sonríe orgulloso de su asistente. Inocente, cree que estoy haciendo un informe.

Voy a lanzar un decreto a viva voz a ver qué tanta razón tienen Amira, Walter, mi maestra de reiki y uno que otro pelafustán que opinan que los decretos funcionan:


VOY A SER FELIZ, LE PESE A QUIEN LE PESE...

Y punto final. Sin suspensivos, que de pronto no sirven más que para seguir en estado catatónico de profunda soledad.

(¿Quién dijo que me siento de la chingada?)

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