martes, 11 de septiembre de 2007

Septiembre 11 (Sin las torres)


Claro que tiene muchos años, pero esta vez sí que vale la pena acompañarnos sin mirones que cabalguen en el recuerdo. Por primera vez, la figura de Pinochet no empañará la conmemoración por la muerte de Salvador Allende.

Y como yo no quiero pasar por alto esta manifestación de enjundiosa presencia, pongo aquí un escrito que hice otro once, pero de diciembre de hace un año: cuando ya el mundo festejaba la muerte del tirano.

Con ustedes, o sea mis dos lectores, el artículo sobre el artículo:

De tiranos y cosas peores...

(TOMADO DEL DIARIO LA JORNADA, 11 DE DICIEMBRE 2006)

Marcos Roitman Rosenmann

La muerte del tirano
Un sabor agridulce queda por encima de la muerte del tirano. No será la justicia quien dicte sentencia frente a uno de los personajes que menos ha merecido el cargo de general en jefe de las fuerzas armadas chilenas y de presidente constitucional gracias a los acuerdos de la transición.

Si hacemos memoria, su fama no es propia, sino ajena. Fue bajo un discurso anticomunista y de fe católica, en medio de la guerra fría, cuando logro concitar en su entorno a miles de bienintencionados e ingenuos cuyas mentes seguían a pies juntillas los esloganes de la propaganda de la derecha política. Muchos de ellos, gobernando Salvador Allende, se unieron a la cruzada de creer que el marxismo era una doctrina comeniños cuyo objetivo era convertir el país en provincia de la Unión Soviética. Ante semejante futuro creían necesaria una respuesta. El prototipo de golpe de Estado se generalizó tras el triunfo de la revolución cubana. Valga como ejemplo, la publicidad electoral que me tocó vivir siendo niño durante la campaña presidencial de Eduardo Frei Montalva en 1964 y que guardo en el recuerdo. Se trata de un montaje publicitario ­la mentira en política no es nueva­: un cartel, donde guerrilleros fusilan a un sacerdote en cuclillas con una frase sobrepuesta: ¡Chileno, esto ocurre en Cuba, no permitas que suceda en Chile! Tenía nueve años y cuando llegue a casa mi imaginación ya había construido un mundo en Cuba y en Chile. Desde luego no quería otra Cuba. Mi padre, viejo republicano español, escuchó y deshizo el entuerto. Pero el cebo era para haber mordido y tragado todo el anzuelo.

Seis años más tarde, durante el gobierno de la Unidad Popular, comprendí la eficacia de tal mentira. Había calado hasta los huesos en la sociedad chilena. Y además mostraba el camino a seguir en caso de triunfo de los rojos: el alzamiento nacional y el golpe de Estado. La España de progreso del general Francisco Franco daba luz. Caudillo por la gracia de Dios. Esos argumentos se escucharán en Chile durante tres años (1970-1973), obteniendo carta de ciudadanía y verosimilitud, se transforman en opción política. Estaban en boca de mucha gente que lentamente se decantó por la desestabilización. Fue el método para sabotear al gobierno y más tarde justificar el golpe militar, con el apoyo de Estados Unidos. Nixon y Kissinger fueron los interlocutores para los socios criollos, la democracia cristiana, el Partido Nacional y sectores de las fuerzas armadas. Entre ellos buscaron los mecanismos para destruir la ciudadanía republicana y la vía chilena al socialismo.

Tal vez un tercio de la población creyó que Chile sufría el cáncer del comunismo, la injerencia cubana y de un plan destinado a matar a los chilenos contrarios a la Unidad Popular que pasó a llamarse Z. Ante tan negro futuro, faltaba encontrar en las fuerzas armadas los iluminados, los redentores de la patria. La trama civil del golpe se urde sobre bases concretas. Son Patricio Aylwin, Zaldívar, Frei, entre otros, junto a dirigentes del Partido Nacional quienes ponen en contacto a militares por medio de reuniones privadas en sus casas. Los convites de asados, parrilladas y cumpleaños son la excusa. Así se reconocen y organizan el complot: acabar con el gobierno de la Unidad Popular. No existía un nombre. Era indiferente el personaje. La construcción de la identidad de Pinochet es a posteriori. Su protagonismo le obligará a eliminar a sus iguales. Destruir toda prueba que descubra su relato. Por ese motivo asesina a dos generales, Oscar Bonilla y Augusto Lutz, este último jefe de los servicios de inteligencia el 11 de septiembre. Verdaderos artífices de la trama pre golpe. El simplemente sintetiza una opción. Más tarde acabará destituyendo al general Leigh de la junta militar y ejerciendo él mismo como presidente de la junta militar.

Este personaje oscuro, sin ideas propias ni principios éticos, con deseos de grandeza, termina aislado como Hitler en el búnker familiar, presa de sus delirios y vitoreado por unos cuantos cientos de fanáticos. No serán muchos los que sientan su muerte. Los otros, los compañeros de viaje en 1973, los más representativos, los anticomunistas de guerra fría y de los sectores medios lo tildan corrupto y de haberse lucrado durante su mandato. Ser un traidor a sus ideales. Ese tercio de chilenos, que lo apoyaron, lo vitorearon, lo tiran a la cuneta. Ese es el peor castigo al cual Pinochet se enfrentó en vida. Saberse al mismo tiempo instrumento de otros para destruir el orden democrático y no poder terminar como héroe ni siquiera para una derecha que lo desconoce e incluso lo escupe. El general ya atisba su futuro una vez muerto. No habrá funeral de Estado y pasará a la historia en los libros de texto como asesino, responsable de crímenes de lesa humanidad.

Tal vez debería haber sido juzgado y condenado. De esa manera se haría justicia. Pero la estatura de la magistratura y la elite política chilena no estuvo a la altura de sus víctimas y detenidos-desaparecidos, a quienes sigue perteneciendo la dignidad de la lucha por la democracia. Pero vale la pena señalar que con la muerte de Pinochet sigue abierto el juicio por crímenes de lesa humanidad, ya que las responsabilidades de ministros, asesores y funcionarios políticos civiles que participaron en su gobierno los hace cómplices y los compromete directamente con la violación de los derechos humanos. La justicia internacional seguirá sin archivar la causa.

Por último, no podemos olvidar la escasa talla intelectual del finado. Ambición de poder, amor al dinero, el lujo, el derroche y la ostentación. Cualidades que reflejan cobardía y corrupción de carácter que destruyen el mito de heroicidad y patriotismo que con tanto esmero se dedicó a construir para justificar la infamia del 11 de septiembre de 1973. Sin embargo, el descubrimiento de sus cuentas secretas y sus múltiples actos de corrupción demuestran que rompió con la dignidad de militar y el deber de soldado. Era un ejecutor de la doctrina del enemigo interno y un creyente de tres dogmas: la familia, Dios y anticomunismo. Su trabajo consistió en aniquilar el proyecto cultural, la condición humana y la vida, por tanto, en mandar a matar y asesinar. Si su muerte concita un solo día de duelo o las fuerzas armadas lo entierran con honores militares constituirá un oprobio para las víctimas de la tiranía, un desprecio a las instituciones y una señal de que la democracia no funciona en Chile.

N. DE A. (YA SABEN, ¿NO? SIGNIFICA NOTA DE ALBANTA):

"La muerte le ganó a la justicia", dijo Mario Benedetti al referirse sobre la muerte de Pinochet. ¿Cómo se muere un dictador que debe tantas vidas, así, en una cama, rodeado de su familia? Si algún consuelo me queda, es el dictamen que dio su médico a los medios informativos: "Una descomposición aguda cardiaca". Tampoco era nuevo, si tuvo corazón en su vida, me queda clarísimo que se le pudrió desde hace muchos años.

En lo que a esta Albanta pintada de rojo se refiere, por mí, podría morirse tres mil doscientas veces y no alcanzar a pagar cada una de las vidas de hombres y mujeres que fueron torturados hasta que se apagaron sus ojos. Que no sus lamentos, esos se los llevan los tiranos a la tumba.

Mi maestro de seminario de poesía latinoamericana, Hernán Lavín, un maravilloso poeta chileno que interpretaba a Pablo Neruda con esa pasión y credo que sólo tienen los hombres liberados por la palabra y curados por la música, no sólo me enseñó el camino del verso y la prosa como alimento para el alma. No señor, también nos modificó la visión lejana de un país ensangrentado en manos de un traidor que se jactaba de no haber leído jamás ningún libro. Hizo bien: de leerlo, supongo que los cuestionamientos a su forma y su modo hubieran sido inevitables, así que se hubiera ido al infierno desde antes.

Y es que yo digo (y como es mi blog, pues han de perdonar) que no es necesario vivir el momento para sentirnos parte de él. Haber nacido cuatro años después del 11 de septiembre de 1973 no ha modificado mi forma de pensar en relación a lo que Augusto José Ramón Pinochet Ugarte hizo en la historia de América Latina. Y del mundo, porque sigo pensando lo mismo de Mussolini, Hitler, Nerón, Bonaparte y Somoza. Diferentes épocas, pero todos ellos unos hijos de puta.

¿Qué le espera a mi país? No lo sé. Este capítulo de novela política no ha terminado de cuajar. Calderón ha de estar tristísimo: se le fue uno de sus más notables ídolos de cabecera. Caray, apenas a inicio de su mandato. Es una ventaja que entre tanta gente que pierde la memoria rápidamente, hay algunos que no olvidan (mos) fácilmente los errores de la historia para intentar no vivir condenados a repetirla.

Y de nueva cuenta, han de disculpar: sigo sufre y sufre, pero este dolor de justicia me tiene al borde del colapso.

En uno de los artículos del periódico La Jornada, dice que Pinochet "Entró a la historia por la puerta trasera". Yo espero con el corazón en vilo que entre al infierno por la puerta de adelante, abierta de par en par. Y que se lleve a más, de una buena pinche vez. Está más que visto que la justicia a veces no llega. ¿Verdad, Echeverría?

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