jueves, 30 de agosto de 2007

Pagando deudas (La cuenta, por favor)

Me escapé de entre sus besos, le mentí que a mi regreso
sus palabras mandarían en mi corazón.
Me perdí tras los pretextos que me ataban a otras bocas
desangré poquito a poco todo su amor.
Hubo una vez que su nostalgia pisó mi sombra poco después
que tras el llanto me dejó.
Nunca volvió a llevar sus pies hasta mi alcoba
ni me explicó por qué un mal día se marchó...
Abel Velázquez.
Cuando tenía doce años, empecé siendo Pineda, es decir mi apellido. Ahí entonces se me anuló mi primer nombre. Después fui Luna, Lunera, Lunísima, Lunírica... Angelito, Pitufina, Azulita, Albanta, Viridiana, y vaya usted a saber con cuántos sobrenombres más. El caso es que he pensado en que o tengo muchas identidades, o en realidad no tengo ninguna.
La primera (y afortunadamente) única vez que me quedé sin vida fue hace un año, cuando entendí que no siempre las cosas son como uno las desea, sin importar el empeño que se le ponga. Contrariando los consejos únetealosoptimistas de muchos amigos, lo único que me hizo salir de la parálisis emocional y el coma amoroso fue, oh dioses vengativos, el rencor. Quiero decir que no volví para cobrar venganza, pero tampoco renovada. Como dijo el poeta, regresé quizá un poco más sabia, quizá un poco más vieja. Sólo con el coraje pude seguir no sé si adelante o para la izquierda, porque a la derecha nomás para honores a la bandera.

Después conocí a F, pero sólo es relevante como puro dato estadístico. Luego siguió A, R, otros A, y ya no me sigo porque no quiero asustar al apreciable lector. Hasta que llegó E y para serles sincera, yo creo que ni él sabe cuánto bien me hizo su presencia.

E transitaba por la vida con esa chabacanería tan propia de los niños menores de treinta años (es menor que yo, pero eso no viene al caso). Y un día, así, sin previo aviso, descubrí que no había ni rencores ni dolencias ni llanto ni... ni corazón, todo hay que decirlo. Hasta que nos fuimos y se aparece únicamente de vez en cuando para... para no sé qué, quizá algún día le pregunte.

Claro que después de E siguió la mata dando. De hecho, justo cuando yo más tranquilita estaba, llegó a mi vida R. Bueno, sí les voy a contar sobre R, más conocido por mi bajo mundo como Pitufo Filósofo. Llegó y me mostró el otro lado de una relación. Por ejemplo, que uno puede querer sin lastimar (debo decir que esto fue nuevo para mí), o que "Te llamo a las seis" significa, básicamente, que te llaman a las seis. Fue algo infinitamente sencillo. Pero no pude.

No basta únicamente con tener ganas, también cuenta el grado de desnutrición anímica que ya se tiene.

Los últimos escritos tienen una idea base. Parto del hecho de que quiero hablar de alguien pero me lo impide el miedo. No a que me lea, si ya tuvo a bien informarme que me sacó de su vida. Quizá sea miedo a hacer el ridículo frente al espejo. Miedo a invocarlo si ya noté que sí se aparece, terror a que un día vuelva todo lo que partió. No el amor, de ese que levanta muertos, sino el dolor insoportable que da sentir que por más que uno camina, por más que uno sonríe, que uno escribe, sale, come, viaja, sueña, suspira, no es suficiente si no se tiene la ilusión de encontrárselo a la vuelta de la esquina.

Un amigo dice que amor no es literatura si no se escribe en la piel. Debe ser cierto, pues antes que él se lo escuché a Serrat, y sea por Dios que Serrat es un hombre sabio.

¿A dónde quiero llegar con este escrito? Absolutamente a ningún lado. ¿Quién dice que todos los escritos deban tener una moraleja?

Y ya me voy, porque esta ausencia de motivos me tiene francamente rundida.

No hay comentarios: